Antes que me olvides

Un chocolate Toblerone lleno de hongos fue el primer síntoma de la enfermedad. Mi madre siempre ha delirado por los chocolates y por eso no había que pensar demasiado a la hora de traerle algo de alguno de los súbitos viajes que esta chamba permite. Le había comprado aquella golosina hace ya 10 meses, y una tarde, mientras buscaba algo de comer en la cocina, la encontré dentro de una vieja cacerola. Cuando, dichoso ante tan grato descubrimiento, le hinqué el diente, un espantoso sabor, entre picante y amargo, me obligó a aplicarme varias dosis seguidas de Listerine. ¿Para qué has guardado ese Toblerone tanto tiempo? –le pregunté a mi vieja –ya se malogró. Me olvidé por completo –me dijo.


Desde entonces, olvidarse por completo de las cosas comenzó a volverse algo natural. Empezó a olvidarse, por ejemplo, de cobrar su pensión de jubilada y, mientras sus cheques de varios meses esperaban, uno sobre otro, ser recogidos, ella se quejaba de que la plata no le alcanzaba para nada. Fastidiadas anfitrionas de almuerzos familiares, misas de salud, tés de tías, baby-showers y todas esas cosas en que ocupan su tiempo las señoras, telefoneaban a diario a preguntar el porqué de su inexplicable inasistencia y la respuesta era siempre la misma: mil disculpas, qué memoria la mía. Pero lo más problemático del asunto era que no solamente se le pasaban las fechas de tal o cual evento, sino que, en ocasiones, no sólo confundía los días, sino también los lugares. Y así, terminaba yendo a reuniones cuando éstas ya tenían varios días de realizadas o llegando, vestida con sus mejores galas, a casas en las que nadie tenía ninguna intención de celebrar nada.

 

Los olvidos, poco a poco, empezaron a adquirir mayor gravedad. Una tarde, por ejemplo, compró queso Edam y cachitos en la panadería y se fue a tomar lonche con su hermana Livia, con quien solía compartir los últimos chismes mientras veían de reojo alguna telenovela. Acaso no querría recordarlo, pero la buena tía Livia tenía ya casi dos años de fallecida. Y comprobar que aquel lonche sería imposible le desencadenó una rotunda tristeza que intenté amagar llevándola al cine a ver Cuatro bodas y un funeral. La comedia la hizo reír de buena gana y consiguió algo que, en realidad, no era complicado: hacerle olvidar la melancolía. En el auto que nos traía de vuelta a casa, mi padre le preguntó; «¿Y? ¿qué tal estuvo la película?» A lo que ella, mirándolo extrañada, respondió: «¿Cuál película?»

 

Mi amigo, el neurólogo Jorge Trelles, luego de revisar los resultados de una cibernética prueba que se llama resonancia magnética y que consiste en meter a la mamá de uno a una especie de cápsula espacial durante una hora, me ha explicado que lo que ella tiene es un tipo de amnesia progresiva y que irá olvidándolo todo de adelante hacia atrás. Esto quiere decir que olvidará primero los hechos recientes, luego los que ocurrieron hace diez años, después los que ocurrieron hace cuarenta años y así. Lo que el doctor Trelles no me ha terminado de decir –porque es mi amigo –es que esa amnesia se llama, en realidad, mal de Alzheimer y es una enfermedad degenerativa de las células cerebrales que afecta con mayor frecuencia a pacientes de la tercera edad aniquilando todos sus conocimientos y todos sus recuerdos como uno de esos virus malignos que se meten en las computadoras y borran íntegros todos sus archivos.

 

Por ahora, lo que estamos haciendo es empapelar la casa con mensajes que le recuerden –por todos lados: en el espejo del baño, en el refrigerador, en el tendedero las cosas que tiene que hacer y la hora en que tiene que hacerlas cada día: Gero-forte a las 12 y media, Los de arriba y los de abajo a las 9 de la noche, teatro con Myriam mañana a las 8, etcétera. Hace unas semanas, resignándome mal a que no fuera a regalarme nada, me pasé repitiéndome cada día: «¿De quién es santo pasado mañana?», «¿de quién es santo mañana?». Pero fue inútil, llegado el importante día de mi onomástico ni siquiera me saludó y fue la primera sorprendida al ver llegar aquella horda de invasores tomando mi casa por asalto con sus temibles botellas de ron Bacardi.

 

Según he leído, llegará un día en que se olvidará de dónde vive, de cómo se llama o de quién es mi papá, (y le preguntará: ¿qué hace usted en mi cama?), pero prefiero no atormentarme con esa idea. Prefiero imaginarnos, como en Cien años de soledad, poniéndole letreros a las cosas para recordar cómo se llaman y para qué sirven. De esa manera, podríamos rebautizarlo todo y, de repente, hasta darle a cada cosa una utilidad diferente. A mi padre, por ejemplo –es una broma –podría colocarle por la espalda un papel que diga algo así como “Perkins, Chofer” o a ese horrible aparador decimonónico de la sala, un cartel que diga, simplemente: “basura”. Mientras tanto, he pensado en iniciar con mi mamá una larga serie de entrevistas para así tener acceso a toda esa información secreta que ella atesora en su disco duro. Para ello estoy preparando todo tipo de interrogantes. Desde preguntas tan comprometedoras como: ¿Por qué nunca me compraste un Monopolio?, ¿por qué?, hasta otras, más previsibles como: ¿cuántas veces te enamoraste y de quiénes?, ¿cómo haces para creer en Dios con tanto entusiasmo y cómo para no dormirte en las misas?, ¿a qué jugabas con tus nueve hermanos en tu casa de La Victoria?, ¿Cuál fue tu más grande triunfo y cuál, tu peor derrota?, etcétera. 


A diferencia de otras, ésta no será una entrevista que tenga que preparar demasiado. Eso sí, tengo que hacerla cuanto antes. Antes que te olvides. Antes que me olvides.

 

Escrito: 2006

 

  • La madre del periodista Beto Ortiz, Irma Pajuelo Bravo, falleció el miércoles 23 de enero del 2008. Tras batallar durante varios años contra el síndrome de Alzheimer.

Irma

Te alegrarías si vieras cómo me apapachan las señoras en la calle. Los señores no, solamente las señoras. Apenas me ven, me abren los brazos de par en par, como a un hijo perdido y reencontrado. Me toman por los cachetes y hacen que me vuelva a sentir el mismo niño gordo y chuncho al que tus amigas hacían ruborizar con sus piropos y sus mimos: ¡ay, qué buenmozo!, ¡ay, me lo como! Pucha, Diego. ¿Te imaginas? Ya tengo cincuenta años, madre, ya soy un tío pelado, renegón, de barba blanca, ya no estamos para engreimientos. ¿Qué pasará por sus cabezas? Supongo que habrán de verme como el clásico hijito oveja negra, como el problemático, el inadaptado al que al final quieres un poquito más precisamente porque es el que peor se porta, porque es el que más la caga. Supongo que, al ser hijo único, eso también era responsabilidad mía: ser el peor y el mejor, al mismo tiempo, ser el exitosillo y el perdedor, ser el mayor y el menor y el del medio. Eso era lo que siempre me decía mi abuela Zoila, tu mamá: “tú tienes que valer por todos los hijos que ella no tuvo”. Uff. Vaya costal de piedras el que ponía sobre los hombros de ese pobre chico atormentado. ¿Sabes? No creo haber sido precisamente su nieto favorito. Aunque no sé si tendría nieto favorito en realidad. Vaya geniazo el que se manejaba Mamá Zoilita. Vaya que ambos tenemos a quién salir. Hace algunas noches soñé con ella, la vi clarito, de sombrero y chal, como hace 35 años. O mejor dicho: hace algunas noches vino a visitarme tal como lo haces tú, cada vez más a menudo, como queriéndome recordar algo de lo que quizá me haya olvidado. Te me presentas en sueños y es todo tan vívido y son tan hondos los abrazos que nos damos y tan real el regocijo que me causan que, inevitablemente, me despierto en mitad de la madrugada con un sobresalto y odio haberme despertado así, en la mitad de nuestra conversación, con la mitad de una confidencia atascada en la garganta, la mitad de una palabra que me despierta porque me oigo a mí mismo decirla y entonces vuelvo a cerrar los ojos para intentar, en vano, retenerte, para que no te vayas todavía, para que no te me diluyas tan pronto, para que te quedes un ratito más. Cierro los ojos, sabiendo que no podré volver a dormir, sabiendo que la prodigiosa puerta que comunica tu mundo con el mío se ha cerrado hasta nuevo aviso y que ya no podré retomar el mismo sueño donde lo dejé. Y, sin embargo, obligo a mis manos a recordar el tacto de tus manos que tanto trabajaron para edificar para mí una vida buena, obligo a mi cabeza a recordar dónde estábamos en el sueño, de qué hablábamos, qué me estabas diciendo, cómo estabas vestida, qué aretes llevabas puestos, qué perfume te habías echado y qué edad tenías porque, a veces, vienes joven y espléndida y, a veces, dependiendo no sé de qué, vienes a mí tan frágil y viejecita.

 

Mezclar los tiempos así, como en las películas, hubiera sido lo ideal. Hubiéramos podido enmendar algo de lo mucho que me salió mal. Hubiera sido fabuloso verte decorar la nueva casa vieja que compré lejos del mar y cerca de la sierra para que siempre –hasta en invierno– tuvieras sol y cielo azul, pero para cuando pude juntar el dinero para pagarla, ya te habías ido. Aun así, algunas veces me olvido de eso y, cuando veo una tienda de antigüedades, paro el carro y me bajo a curiosear y seguro que acabo comprando un nuevo espejo viejo para el comedor que estoy seguro te habría fascinado o las piezas que alguna vez rompí de ese juego azul de vajilla inglesa que reservabas solo para las grandes ocasiones. Hubiera podido cumplir mi promesa escolar de ganar, algún día, tanta plata como para llevarte conmigo a recorrer Madrid, Londres, París y Roma, pero la enfermedad se apuró más que todos mis preparativos y, por supuesto, llegó primero. Desde entonces, viajar se convirtió en una especie de dulce venganza. Viajar –que era lo que más amabas hacer– es mi manera de torear las penas y evadir las fechas amargas que no son pocas: tu cumpleaños, las Navidades, el aniversario de tu muerte y el Día de la Madre que procuro pasar en Argentina donde ni cuenta me doy porque allá lo celebran en octubre.

Este último Año Nuevo, quizá conmemorando tus primeros diez años de ausencia, regresé a Europa. Esperé las doce campanadas frente a la torre de La Giralda en otra de las soñadas ciudades que tantas veces te oí nombrar, caminé solo en medio de las ruidosas multitudes que entraban y salían de los tablaos y me detuve en uno donde un gitano anunciaba, con su guitarra, la presentación de la nueva soberana del flamenco: Irma. No pude evitar la risa. Justo cuando estoy a punto de ensombrecer, tú resplandeces. No creas que no me he dado cuenta de que son tus travesuras. Puedo estar caminando por las calles más silenciosas de alguna ciudad remota, puedo estar tomándome un simple café con leche a la vuelta de mi casa, leyendo los diarios, cuando de repente, de las formas más insospechadas, zas, brota tu nombre de cualquier parte. Puedo encontrarte, por ejemplo, en el teleprompter, en las noticias matutinas que me toca relatar: Cuba y la Florida en estado de alerta máxima ante la inminente llegada de Irma, huracán categoría 5, poderosa tormenta, ciclón tropical de pronóstico reservado. (Más o menos como cuando te enfadabas). O que la minivan que nos conduce en un recorrido por Lombardía se detenga para una recarga de combustible en la desconocida comuna de Irma, provincia de Brescia, parada técnica que no figura en ningún itinerario turístico, pero al que yo, tarde o temprano, tenía que llegar. O que, en la puerta de un club de música electrónica, una pizarra escrita con tizas de colores comunique el retorno a los tornamesas de la DJ más ovacionada: Irma is back! Puedo estar caminando una noche extraña de Turquía y al dar la vuelta a una esquina, un teatro barroco, muy iluminado y el nombre de una cantante morena que se anuncia en letras gigantescas en la marquesina: Irma. Tu nombre viene lento como las músicas humildes. Irma. La mitad de tu nombre basta para detener el mal. Tu nombre que cuida mis pasos adonde la vida me lleve. Tu nombre que conjura el infortunio. Tu nombre que diluye la noche negra del rencor.

 

Escrito: 2018


Escribe: Beto Ortiz.

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