Soñando en mi menor

Una pequeña de dos años abría los ojos ante una nueva mañana de descubrimientos. Tal vez su casa no era el lugar más lujoso del mundo, pero tenía a su familia al lado y era lo que más le importaba. Además, había sido premiada con una nueva oportunidad de seguir viviendo gracias al esfuerzo incansable que su madre había hecho hace más de un año atrás ¡Qué afortunada era! seguramente, no todos sus pequeños compañeros de aquella fría habitación, en aquel hospital capitalino, habían corrido con su misma suerte. Pero ella estaba ahí, intentando dar pasos concretos y coordinados, uno detrás del otro, sin equivocarse.

Sus papás veían con extrañeza su dificultad al caminar y su extraño modo de hacerlo —Seguramente es herencia familiar— decía su padre recordando antecesores, pronto, hicieron la adquisición de un par de zapatos ortopédicos, bendita solución, pensaron, y no se equivocaron. ¿Quién se caía con tanta frecuencia como ella?, nadie de seguro, o por lo menos la mayoría de sus coetáneos ya eran capaces de dar pasos firmes y seguros, no como ella, que dependía de su madre para la mayoría de las cosas. No le podía pedir mucho a la vida después de todo, si bien, tal vez no contaba con la capacidad de caminar y ello, era motivo de las más graciosas anécdotas guardadas celosamente dentro del seno familiar más próximo, sin embargo, ya había comenzado a afinar sus pequeñas cuerdas vocales desde entonces, y si requería de alguien que la guiara en el primer camino del arte que había decidido seguir, pues contaba con el mejor maestro y guía a su disposición, y supongo que, como todo, ella fue ingenua al pensar que lo tendría para siempre al lado, y que un día, cuando fuera más grande uniría su voz a la guitarra de su maestro y juntos, emprenderían un viaje por todos los rincones del mundo, mientras mostraban su arte. Pero el destino es ingrato y cuando tienes un plan, suele darle vueltas a todo lo que esperabas que sucediera.

Durante lo que restó de ese año, ella fue feliz, viendo garabatos en los papeles y soñando con ellos, aunque no entendía muy bien lo que eran. Supongo que una vez que los entendiera, su vida cambiaría para siempre.

***

Un domingo doblaron las campanas entonces, por un alma que viajaba al cielo y por una pequeña que se quedaba sin maestro; el día que lo fatídico llegó, al maestro apenas le dio tiempo para celebrar el cumpleaños número tres de su pequeña discípula el día anterior, ya que, al día siguiente, y sin que nadie lo hubiera advertido, el destino dio muchas vueltas al compás del autobús en el que este viajaba, y solo se marchó. Lo único que la pequeña atinó a hacer, como muestra de respeto y despedida (aunque ella lo ignoraba), fue entonar una canción que hablaba de cierta “Huamanguina religiosa”, mientras observaba a su maestro con los ojos cerrados y se preguntaba a qué hora despertaría, porque el cantar sola no se le daba nada bien y se sentía extraño, sobre todo, porque ahora solo serían ella y su voz contra el mundo, ya no había guía, pero las ganas de entonar algo no se habían ido -quizás, ella solo pensaba dentro de su inocencia¬- que el recuerdo de su maestro y su voz siempre vivirían allí en donde ella cantara una canción, después de todo, no estaba tan equivocada. Es así que los meses pasaron, ella no había dejado el arte, por el contrario, fue autodidacta y lo practicaba desde su insipiencia.

Cierto día, su madre le obsequió una simpática alcancía con forma de balón de gas, a partir de entonces, ella solo se dedicó a reunir gente a su alrededor y luego de oír sus aplausos, pudo comenzar a llenar su alcancía, la que una vez llena, iba a parar a las manos de su madre. Nadie lo supo, pero al saberse viva, ella comenzó a pagar su deuda de vida de manera discreta, esa deuda que sabía que su madre nunca se atrevería a cobrarle.

Unos meses después, cuando ya era tiempo de que se marchara por primera vez lejos de casa (aunque solo por algunas horas), la pequeña solo lamentaba la lejanía de su madre, quien todas las mañanas, se encargaba de vestirla con el diminuto guardapolvo plomo, en el que, con tanta paciencia y dedicación, se había encargado también de bordarle cada letra de su nombre. Un nombre extraño que apenas y podía escribir, acompañado de un apellido revolucionario. Un día, tan solo pidió prestada una mandolina, y rauda y con todos los ánimos del mundo, volvió a rodearse de gente que le aplaudía, después de todo, le celebraban a sus madres ese día, y quién era ella para perderse semejante fecha especial, y mientras sus compañeritos la veían en el centro de todo, supongo que pensaban “qué niña tan extraña, mientras nosotros lloramos cuando estamos al frente de los demás, ella no lo hace” y mientras la canción continuaba, las colitas que su madre le había hecho esa mañana en el cabello, le acompañaban bailando y siguiendo el compás de la melodía.

***

Años más tarde, se vio de cara con su primer concurso; su preparación fue pobre y para nada profesional, pero solo imagina cuán grande habrá sido su emoción de tan solo ser escuchada por el público y los jurados, como para atreverse a dar el paso; su madre la acompañó entonces y fue su fan número uno, como siempre. En las etapas preliminares, algún maestro de la música le preguntó en que nota cantaba, para que fuera acompañada por los guitarristas, ella no supo qué decir. Oh, ya te imaginarás, su sapiencia en teoría musical era tan nula, que, a su silencio, y después de oírla cantar un pequeño estribillo, quien la interrogó antes la llamó a un lado y le dijo “Tú cantas en mí menor, a partir de ahora, cuando alguien te lo pregunte, ya sabrás que responder”. Ella solo sonrió y agradeció, estaba tan sola en el mundo musical y a la vez no tanto; tenía tanto que aprender. Para el día de la presentación final, vistió de azul marino, con un elegante traje y haciéndole honores a su primer apodo de “la ayacuchanita” apodo que había conseguido allá cuando todavía ignoraba si volvería a su querido Ayacucho con vida; pues decidió subir al escenario y dejarse llevar por el ritmo de un buen huayno, recordando tiempos mejores, y aunque ya no tenía a su maestro con ella, aún lo sentía presente en la música; era su forma favorita de reencontrarse con él.

Mientras cantaba solo atinaba a cerrar los ojos, el griterío del público quedaba cancelado a sus oídos, tan solo dejaba aflorar el sentimiento. La música seguía, eran solo las cuerdas de las guitarras y su voz, entonces ella pensó qué gran sueño acababa de hacer realidad: tenía a un montón de gente ovacionándola y animándola, y fue inmensamente feliz por vez primera, desde entonces, solo supo que tenía un sueño que debía perseguir; el viajar por el mundo mientras todos conocían el sonido de su voz, además, no estaba tan sola como pensaba, su eterno maestro estaba ahí, en cada aplauso, en cada felicitación. El maestro de una de las guitarras que la acompañaban, solo la vio con disimulo, y cuando ella abrió los ojos, vio su pulgar levantado, solo atinó a sonreír, a esperar la fuga de la canción y a cerrar los ojos otra vez.

Cuando volvió a abrir los ojos, antes de entonar la fuga, pudo ver a toda la multitud siendo parte de su gran sueño por segunda vez, pero en ese cerrar de ojos el huayno se había convertido en rock y la multitud que la acompañaba se había incrementado. También lo vio a él, a su maestro, aplaudiendo entre la multitud con orgullo, y entonces, supo que él estaría siempre ahí, vigilando que ella siguiera soñando en ese mi menor que ahora quizá, se había convertido en un re; que cada vez que cantara, aunque nadie más que ella podía escucharlo, la unión de sus voces serían el mejor dúo que jamás ha pisado la tierra antes.

Dicen que la voz de los ángeles es más melódica que las de cualquier mortal, ella contaba con todo ello; con la voz de su maestro y el apoyo de su mano todo el tiempo y por supuesto, con la libertad de hacer realidad ese sueño tan anhelado algún día no muy lejano.

La canción terminó, ella hizo una reverencia, las luces se apagaron y el público estalló.

Escribe: Laleska Cuba Fernández.

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