Misivas de un cobarde (I)
Querida Renata:
El diario vivir ya era difícil de por sí. Comenzaba a escarbar en mi cabeza para encontrar el error de forma adecuada y darle vueltas y analizarlo con cautela, como solía hacer la mayoría de veces, siempre y cuando no estuviera estresado y enojado, claro. Pero ahora el panorama había tomado un color un tanto distinto, unos colores, diría yo. Esta noche, estaba herido.
La primera experiencia que tuve, puedo recordarla como si hubiera sido ayer; ella tenía 18, era hermosa, arte puro, poseía la misma belleza de un ángel; quizá eso fue lo que me cautivó desde la primera vez que la vi e hizo que se quedara grabada en mi mente y me deslumbrara cual luz de alumbrado público hacia un ciervo desorientado en medio de una carretera. La hubieras conocido; cuando hablaba de lo que le apasionaba, que años más tarde, sería lo que me apasionaría a mí también; cada una de las palabras que decía te dejaban KO, incluso sus chistes picantes y su sonrisa de gato de Chessire después de hacer una travesurilla, esa que hasta el día de hoy no he olvidado y no creo poder hacerlo jamás; sus conversaciones llenas de sabiduría y tontería, su paciencia; ese metal y rocksito hechos predilección suya desde tiempos inmemoriales, que causaron un estruendo en mis oídos la primera vez, pero a las siguientes, ya me había aprendido cada una de sus letras y me había hecho fan de sus bandas favoritas también. La hice partícipe y protagonista de 5 cartas importantes, y que, según sé, las tenía guardadas en una cajita, en un lugar recóndito de su habitación. La primera vez que le entregué una, ella cumplía 19 otoños; se la dejé bajo el “léelo cuando estés sola”, ella solo sonreía y sonrojada, dejaba que escondiera mi cabeza en el hueco de su cuello, en un cálido abrazo. Durante ese cálido momento en el que nuestros corazones se encontraban más cerca el uno del otro, el tiempo no transcurría para mí; solo atinaba a cerrar los ojos y a percibir su fragancia de flores de cerezo, aroma que solía llevarme al paraíso. A ese día, le sucedieron otros más felices, como cuando ingresaba a nuestro lugar de coincidencia, buscando mi compañía y llenando mi soledad, casi siempre acompañada de un caramelo en el bolsillo de su chaqueta, para mí, y a esa primera, le sucedieron más cartas, cada una más cursi y revelando más sentimientos que la anterior, y la situación se repetía. El pasar mis días en su compañía, era la gloria plena.
Cuando ya hubo pasado un tiempo, me presentó a su madre como un amigo y nada más; una madre de la que no fui santo de su devoción desde el primer día que me vio, supongo que ella “presentía lo que pasaría más adelante, que ante sus ojos, significaba el no poder ser todo lo que su familia deseaba para su amada hija”, pero eso sí, puedo vanagloriarme de que era el favorito de la engreída de ella, una pastor alemán (que confieso, seguiría siendo mi favorita hasta hoy) que me recibía moviendo la cola, lamiendo mis manos y acompañándome al salir, cuando el sol apenas se levantaba, cada vez que, cual ladrón, huía sin ser visto de su casa.
Mientras los meses pasaban, mi corazón era una fiesta solo por verla, oír su voz o leer un mensaje suyo. Pero ella era tan despistada para notar, que, si de cumplirle un capricho o un favor se trataba, pues ahí estaría en primera fila, puesto que consideraba que mi misión de vida era el vivir para hacerla feliz; lo supe desde el día uno. Pero ella no sabía leer mis cartas entre líneas.
El ir por ella hacia donde fuera que estuviera y acompañarla de vuelta a casa, asegurándome de que llegara sana y salva, el deshacerme de mi chaqueta por cedérsela durante las tardes de frío, el velar por sus sueños cada que había oportunidad, el haber aprendido a caminar a su lado siempre del borde de la acera y el dejar que fuera la única que me llevara de la mano, cuando se le antojaba o porque era consiente de mi actitud suicida al cruzar las pistas, también. Vaya, eso lo había olvidado hasta hoy.
La dulzura de su voz acompañaba mis días y noches. Y mi corazón pedía a gritos algo más. Pero no, porque me invadía el terrible miedo a perderla, de animarme a confesarle la verdad de mis sentimientos. Ante sus ojos solo era un amigo, el más atento, detallista y amable de todos. Ni siquiera parecía vivir en esta época, me decía, y yo estaba seguro de que así era. En una de nuestras tantas lecturas que solíamos compartir, le mostré la existencia de las almas gemelas, porque, lo juro por nuestro Dios, tenía toda la certeza del mundo, de que ella era la mía y viceversa; estaba tan feliz de haberla encontrado ¿ahora puedes imaginar el origen de mis posteriores fobias? Yo sé que sí.
Los primeros 365 días, los despedimos con una charla que iba desde las estrellas y su misterio que solíamos amar, hasta nuestro último sueño. Con nadie más habíamos tenido una charla tan larga e interesante antes, ambos coincidimos.
La segunda vez que le envié una carta, fue en honor a sus 20 otoños. La tercera; de hecho, tenía planeado leérsela en frente, mirándola a los ojos, luego de huir del bullicio de la ciudad. Si la tenía en frente ¿Por qué lo haría, te preguntarás con extrañeza? Pues porque no sabía hacerlo de otra manera, y hasta el día de hoy no lo sé aún, tú lo sabes mejor que nadie. Y sabía que ella no lo juzgaría, pues era muy consiente de mis escasas habilidades de comunicación en cuanto a expresar mis sentimientos se refería; su personalidad cálida ayudaba también, como no tienes una idea.
Para el día que lo había planeado todo ¬¬—no declarármele, porque el temor a que se alejara aún seguía latente, pero sí el decirle lo mucho que la echaría de menos¬¬¬¬¬ y despedirme de ella— su madre echó abajo mis (nuestros) planes, reservando su boleto de viaje para ese mismo día. Sí, seguro piensas que siempre soy el más querido por mis “prototipos de suegras”, no te equivocas en lo más mínimo. Así que ella solo partió ese día. Le envié la carta por mail, bajo el favor de “léela cuando hayas llegado a tu destino”, ella lo hizo y recibí su respuesta inmediata, en resumen, si no me equivoco, dijo que cumpliría sus promesas de “no cambiar, mantenerse en contacto y no olvidarse de mí” durante esos largos meses de ausencia. Gracias a esa tercera misiva, aprendí que las promesas, en su gran mayoría, siempre son echadas en un saco roto.
Para el final de los 731 días, por épocas navideñas y a su regreso, repetía mi cursi actuar para con ella, dándole la bienvenida, mas no veía queja alguna en su actitud, por el contrario, se había convertido en una fan acérrima de mis “escritos” como solíamos llamarles a mis cartas medio amorosas disfrazadas con retazos de amistad, que, hasta ese entonces, ella no lograba descifrar del todo. Pero esa vez fue un tanto diferente, recuerdo que veíamos una nueva película de la cual lo único que recuerdo ahora, era que decía “Recuerdo que dolía, mirarla dolía (…)” y antes de que esta empezara, le había pedido que tomara asiento y me prestara atención. Ella, al verme sacar una hoja de mi bolsillo, algo extrañada, pero siempre acompañada de una sonrisa, de esas que solo eran para mí, no había dudado en acceder. Una vez me escuchó, un silencio nos invadió. Lo único que puedo recordar, después de dejarme hechizar por su mirada y su deslumbrante sonrisa, es el profundo y casi descomunal temor que sentí a perderla alguna vez, y las tinieblas en las que sabía me hundiría sin su luz alumbrando mi camino. Pero confié en no perderla de vista, ni que ella se apartara, o en que nuestros caminos se separaran alguna vez. Confié demasiado.
En la cuarta misiva que le escribí, además de acompañarla por el libro que tanto deseaba como regalo, decidí ser un poco más valiente y dejarle pistas acerca de mis sentimientos, para entonces, habían llegado sus veinte otoños. Habían pasado demasiados días desde que nuestras miradas se habían topado por vez primera, me encontraba con más confianza, sobre todo, supongo, porque sabía que no había punto de comparación entre los patanes que ingresaban con fines amorosos a su vida y yo, que me consideraba un mejor partido, aunque su madre no opinara lo mismo. Había decidido dejarle una frase que más o menos rezaba “No soy lo que tú crees y no se trata de algo malo. Tengo algo importante que decirte, pero no puedo hacerlo ahora. Será pronto, cuando sea posible, cuando las cosas deban suceder y el tiempo me lo permita. Espero no cambies tu actitud conmigo cuando lo escuches”. Y muchas lunas pasaron, y de vez en cuando, cada que la intriga la atacaba, se valía de sus sucios artilugios para intentar hacerme hablar. Y eran tan sucios, que, te aseguro, nadie los disfrutaba más que yo. Para esos días, que significaban la calma antes de la tormenta, ella y yo nos habíamos convertido en uno solo, la complicidad había crecido al nivel de saber lo que pensábamos con solo vernos. ¿Alguna vez lo has sentido? Si es que es así, sabes bien de lo que te hablo; el brillo en las miradas, las sonrisas cómplices y el dejar que la gente común los vea extrañados al verse reír cual desquiciados, en perfecta sincronía e ignorando lo que pasa por sus mentes, y si no lo sabes, pues te puedo asegurar que no hay sentimiento más bello que aquel.
Para la quinta y última carta que le escribí, era su veintiún onomástico, y así como por arte de magia, la chispa se había ido apagando entre ambos. Iba por su décima ida y venida con el mismo idiota de siempre, si no me equivoco, sentimentalmente hablando. Pero yo nunca le decía nada. Ya me había acostumbrado a oírla hablar de ese con el que compartía su corazón, a halagarlo con más frecuencia y a dejarme de lado, también. Y aunque me invadían la tristeza y el dolor, ¿qué más podía hacer? Nada más que dejarme llevar por la cobardía y el seguir muerto de miedo a que descubriera mis sentimientos, los que cada vez me eran más difíciles mantener a raya. Pero era su amigo, no podía ser nada más, mientras, el tiempo jugaba en mi contra; la costumbre a sus manías, su manera de vivir y ser y a toda ella, me tenían cada vez más fuera de combate. Las pesadillas en las que la perdía para siempre, en las que ella renunciaba a mí por completo sin ofrecerme tregua alguna, eran cada vez más reiterativas, eso me asustaba y me mantenía despierto la mayoría de las noches. Para entonces, por fin era consciente de que había desperdiciado demasiado tiempo admirándola y no amándola. Para entonces, cada calle de la ciudad tenía grabados nuestros pasos y vivencias. Para entonces, cada canción de amor que se creaba en el mundo, era para ella. Para entonces, mi vida ya le pertenecía por completo; no había átomo que formara parte de mí que no llevara su nombre incrustado. Pero, querida, los días buenos llegaron a su fin como todo, sin habernos dado cuenta siquiera; porque, aunque nosotros fuéramos materia y no nos destruyéramos individualmente jamás, terminamos haciéndonos pedazos el uno al otro.
A mitad del tercer año, cuando había reunido la suficiente valentía para decirle todo lo que había acumulado en mi cansado y enamorado corazón, durante tantos años, sin omitir detalle alguno de lo que sentía, ella se marchó por motivos laborales. Sin embargo, no desistí de mi idea central, así que, a pesar de la lejanía y de que las cosas ya no eran como solían ser, un día que no he de olvidar, se lo dije (por mensajes). Aquel día, no lo recuerdo muy claro, pues mi cerebro ha construido, desde entonces, una barrera que me impide recordar todos los detalles con claridad; le entregué mi corazón en las manos, y ella lo tomó con el mayor desprecio y crueldad y lo pisoteó de la forma más cruel que jamás se ha visto, aun cuando estaba teniendo en cuenta según ella “el no herir sentimientos”. Siempre lo digo, hubiera preferido mil veces el que me diera un balazo certero, a leer todo lo que escribió. En tan solo un par de horas de aquel día, terminé medio muerto y sentí, por primera vez en la vida, al dolor emocional fusionarse con el dolor físico y puedo asegurarte, amiga mía, que sentí claramente, como dentro mío, mi cerebro y corazón se desconectaban de todo lo demás. Para la tarde de ese fatídico día, me encontraba privado de alma en la compañía de un amigo, que, de no ser por él, te aseguro, hubiera terminado mi agonía en los lugares menos esperados, y, tal vez, quien sabe, ni siquiera hubiese sido capaz de escribirte esta misiva. Aunque, de todas formas, agradezco el que no me hayas visto en esas calamitosas condiciones; te aseguro que me hubieras desconocido del todo; el yo de aquel día, no era yo. Ese día, supe lo que era el odiar de la manera más profunda a la mujer que me había hecho inmensamente feliz durante poco más de 3 años de vida. Supe que sus formas de pensar y amar, no iban en la misma sintonía con las mías y jamás lo harían. Supe que el “presentimiento” de su madre había tenido sentido todo este tiempo. Supongo que aquel día, ella quemó cada misiva que le escribí, ayudada por la ira de todo lo que había plasmado en mi respuesta. Yo también quemé cada recuerdo suyo, y tiempo después, decidí desterrarla de cada célula mía que casi le había pertenecido del todo.
Aquel lejano día, vi a la mayor de mis pesadillas hacerse realidad. Pero, sobre todo, supe que entregarle mi corazón había sido el error más fatídico y estúpido que había podido cometer. Aquel día, le juré al cielo que el arte había muerto para mí en todas sus formas, me juré nunca más entregar el corazón otra vez, juré tomar lo que quedaba de mi corazón maltrecho, herido y sangrante, y al lado de sus piezas incompletas, guardarlo dentro de una caja fuerte y mantenerlo rodeado de terciopelo. Aquel día había jurado tantas cosas en mi agonía, pero incumplí cada una de mis promesas, sobre todo, la más importante.
Escribe: Laleska Fernández.
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