La tregua

Lo vi rodeado de maizales y galopando sobre un brioso caballo negro desde que era un pequeñuelo, nació en una urbe lejos de su casa, pero no tardó en volver a sus raíces, unos años después, cuando notó cuánta falta le hacían el amanecer frío del campo, el levantarse apenas las aves comenzaban a trinar y casi en seguida, correr y lavarse la cara con el agua que yacía congelada en un pocillo, producto de la baja temperatura de la madrugada. Hizo de la naturaleza una buena consejera, era casi como su madre, ya que la suya, si bien lo quería mucho, no era tan expresiva con sus sentimientos, no tanto como él hubiera querido, quizá, por su realidad que se encargaba de silenciarla de manera cruel. Su padre nunca conoció al suyo, ya que quedó huérfano cuando aún era un bebé y acumuló todas las veces que una figura paterna le hizo falta y las transformó en un resentimiento que descargó contra inocentes. Aunque eso él nunca se lo reclamó, después de todo, era su padre y tenía derecho sobre él, un derecho de castigo que hasta ahora no logro explicarme. Sus tardes, lo recuerdo, solía pasarlas cuidando a su abuela, quien junto con su madre naturaleza, le tuvieron toda la paciencia del mundo y lo guiaron por el buen camino.

Nada le gustaba más que sentir el viento golpeando su cara y el aroma de los eucaliptos acompañándolo hacia donde fuera, rodearse del ganado y poder degustar de la leche fresca, acompañaba a su madre mientras ordeñaba a una regordeta vaca marrón y horas después, cuando la ayudaba a preparar el queso y contaba las horas para que estuviera listo. Por la tarde, volvía a casa a devolver el ganado que había pastado por horas. Las vivencias eran rutinarias, aunque cada día que pasaba aprendía un poco más. Aprendía que, por ejemplo, las órdenes de papá se debían cumplir a cabalidad sin chistar ni objetar. Él crecía y yo lo veía crecer todo el tiempo, sin embargo, él no se daba cuenta de mi presencia. Era bueno pasar desapercibida, mientras tanto.

Una mañana, su madre lo envió a traer agua. Ni corto ni perezoso, salió raudo y emprendió el camino que lo llevaría hacia un pequeño riachuelo. El agua debió estar demasiado fría porque lo vi temblar, ya debería estar acostumbrado, pero no fue así. El sol ya le daba en la cara, así que debería apresurarse en volver si no quería ser castigado. Tan pronto como pudo, tomó el balde y corriendo cuesta arriba, atravesó la carretera que lo conectaba con su casa. Poco después de un característico desayuno consistente en papa con queso, sopa y para beber alguna hierba aromática que su madre había recogido días anteriores; su padre abandonó la cocina, como muchas veces, olvidándose de agradecer y despedirse, y mientras su madre se quedaba en casa cuidando de sus hermanos pequeños, él corría fuera para ver a su padre ensillando el caballo para luego montarlo y marcharse hacia zonas agrestes donde crecían los cereales y tubérculos que comercializaban para sobrevivir. Todo parecía tan tranquilo aquel día, incluso el frío no era diferente, tanto que, antes de salir de su casa, puse a mi ser inexistente a calentarse un poco cerca del fuego, y a los minutos, me marché hacia donde el bullicio de los animales de granja era ensordecedor. Vi a su madre arreando un rebaño a lo lejos, una oveja rebelde que no acataba órdenes después y seguí avanzando hasta volvérmelo a encontrar. ¿Cuánto tiempo habría pasado? No puedo recordarlo con claridad, pero cuando lo volví a ver, él y su hermano se encontraban listos para partir hacia la escuela que quedaba a un par de kilómetros de su casa. Tratarían de ser rápidos al caminar, esta vez no había medio de transporte que pudiera ayudarlos a trasladarse hasta allá, pues ningún buen samaritano se apareció con movilidad como casi todos los días, esta vez habían salido más tarde de lo habitual y no corrieron con la misma suerte. Ambos se detuvieron y se dieron por vencidos, hicieran lo que hicieran no lograrían llegar a tiempo. Entonces él tomó el toro por las astas y le dio una solución viable al problema: sabían que su padre era muy estricto y al volver a casa les revisaría los cuadernos para confirmar su asistencia a clases, por lo tanto, no había más remedio que seguir avanzando por la carretera y al llegar hasta la colina más cercana y desolada, empezar con las pseudo clases. Él sería el profesor de su hermano, solo así salvaría el pellejo de ambos. Su padre no sospecharía, creyó ingenuamente, pero lo que ambos ignoraban, era que, como su padre siempre decía “Si ellos estaban de ida, él ya había ido y regresado un montón de veces más”. Ese día lo confirmaron.

Horas más tarde, cuando estuvieron de vuelta en casa, pude verlos rindiéndole cuentas a su padre sobre todo lo que habían aprendido en la escuela, recibieron su mirada fría e impasible e incluso yo fui una de las primeras en sentir el ambiente tenso. Su pobre madre no decía nada, ¿qué iba a decir? si su palabra no tenía valor en esa casa. Minutos después, el primer grito resonó e hizo eco entre las montañas y los oídos sordos de los vecinos inexistentes. Su padre, que tenía la astucia de un viejo zorro, y para su mala suerte, esa mañana, antes de ir al trabajo, había decidido darse una vuelta por la escuela y preguntar sobre la asistencia de sus hijos, grande fue su sorpresa al enterarse de que ese día no estaban ahí, sintió su ego herido al darse cuenta de que un par de “mocosos” como él les decía en su idioma natal, le hubiesen visto la cara de tonto. Pronto vino un golpe y luego dos, acompañados de palabras soeces que no voy a repetir, porque mi condición de no existencia, me lo imposibilita y, además, no es mi deseo decirlas tampoco. La tarde trascurrió así, fue un día malo para todos, su madre al verse incapaz de defender a sus hijos de la brutalidad de su esposo, simplemente se echó a llorar desconsoladamente y antes de que la paliza terminara, decidí marcharme de allí con el corazón rodeado de pena, suponiendo que lo que acababa de presenciar, había sido el castigo más inhumano del que había sido testigo. Qué equivocada estaba.

***

Cuando volví a verlo, ya estaba demasiado oscuro, me imagino que pasaba de la media noche, él yacía de pie frente a la gran puerta de la casa- granero, vestido con nada más que un short, sin mover un músculo, pero derramando las lágrimas que había contenido toda la tarde, pude oír lo que resonaba en su mente y comprendí que se había echado toda la culpa cuando su hermano y él se vieron descubiertos, de esa manera, al menos le había evitado el sufrimiento a quien tanto quería. Pasó algunas horas cavilando y reflexionando, pero, sobre todo, recordando cada vez que el maltrato había sido injustificado hacia sus hermanos pequeños, hacia su madre; pensó en la crueldad de su padre y en la terrible falta que le había hecho cada vez que necesitaba un abrazo o un consejo, pensó en la muerte temprana de su abuelo “Tal vez si hubiera seguido vivo”, pensó “Las cosas hubieran sido diferentes y papá hubiera sido el padre que todos deseamos y el esposo que mamá necesitó”, lamentaba su suerte, porque las veces en las que había visto a su padre maltratando a su madre, había deseado con todo su corazón el tener más fuerzas y ser más grande para poder defenderla, pero el tiempo no pasaba tan rápido como él quería. Aquella fría noche en la que la luna llena era toda la luz que alumbraba el espacio donde estaba de pie, sin opción a sentarse y protegerse del frío, mirando a una estrella, la más brillante de todas, deseó que cuando tuviera hijos algún día, las cosas no se repitieran, él no sería como su padre, él no reclamaría por todo y nada, él no infundiría el respeto en sus hijos a base de miedo, sino a base de cariño, él no le reclamaría nunca a su esposa por el dinero usado para la comida como si lo hubiese usado en comprar joyas inservibles, él no sería como su padre, se repitió incansablemente esa noche, hasta que se le quedó grabado y se lo creyó. Al verlo, sentí lástima por él e impotencia al no poder consolarlo como era debido, no podía ofrecerle un par de brazos para abrazarlo, pero deseaba que sintiera mi presencia ahí. “No iba a ser como su padre, nunca”, se repitió con amargura y de tantas veces que lo repitió, yo también le creí.

***

Lo vi de nuevo, años después, cuando ya era todo un hombre, mientras afinaba su puntería con un revólver, en el lugar en el que lo habían contratado para cuidar. Ya era mucho más maduro y aunque andaba por sus veintes, supongo que la fiereza de sus años en el servicio militar lo habían hecho más sabio y más centrado. Disparaba con precisión pensando en quién sabe qué. Mientras mi yo no existente seguía con los mismos años no cumplidos, analizando todo lo que pudiera sobre él. En resumen, supe que se había roto el brazo un día de aquellos en el campo y había pasado un buen tiempo internado en el hospital de la ciudad. Había hecho el servicio militar durante dos años y se había ido casi sin remordimientos de casa, con la esperanza de superarse algún día y de escapar de ese infierno orquestado por su padre, quien le había negado la educación con la excusa de que lo necesitaba junto a él trabajando en el campo, después de todo, un peón gratuito no le iba a caer nada mal. Pero él no aceptó y se marchó muy joven a la ciudad. En medio de sus recuerdos, lo vi haciendo un poco de todo para sobrevivir y llevarse un pan a la boca sin ayuda de nadie, vendiendo botellas y plátanos en una carretilla, ayudando a pintar casas y, a fin de cuentas, siendo el tipo más amable y querido de su barrio.

Sus vivencias pasaron tan lentas por mi mente, como si sus recuerdos fueran los míos propios, aunque tal vez lo eran siempre en gran medida y no me había dado cuenta y en medio de todo lo malo que había vivido, vi forjar su carácter. Se quedó consigo su título de sargento segundo y sin temor a equivocarme, puedo decir que lo llevó con él a pesar de los años que transcurrieron.

Pude verme a mí misma, años más tarde, cuando mi yo ya existía de verdad, pero aún no tenía los medios necesarios para comunicarme como tal. Él me miró también, por primera vez y al parecer no me reconoció, porque no vi sorpresa en sus ojos, sino un sentimiento que no pude reconocer con claridad en ese entonces. Solo lo recuerdo como un brillo en sus ojos, como si viera a la joya más preciada que le hubiera sido otorgada.

El sol de los días trabajando fuera oscureció el tono de su piel y el trabajo rudo hizo sus manos más ásperas; aquella yo de 7 años se quedó con pesadillas cada vez que no volvía temprano a casa o salía de viaje fuera de la ciudad. Solía preguntarme, cada tanto, porque con el correr de los años, el sentimiento mutuo que debería de existir entre él y yo se iba extinguiendo. Por qué cada día faltaban más las muestras de afecto o por qué existía entre ambos un sentimiento de competencia y lucha diaria, pero no juntos, sino uno contra el otro. Y hasta el día de hoy sigo buscando la última pieza que falta, y que al unirla con las demás, me darán la respuesta.

¿Cuál crees tú que sea esa pieza? Yo, creo que es ese “Te amo” que no había escrito ni dicho en 23 años para ti. Y quién sabe, aunque no me leas, lo dejaré por aquí. Que estas letras sean el contrato que suscriba nuestra tregua y que no tenga final. Deja el ejército que llevas a todas partes, yo dejaré el carácter agrio. Deja las palabras hirientes, yo dejaré las respuestas venenosas. Deja de reprochar mis errores pasados y yo haré lo propio. Deja que el tiempo perdido se pueda recuperar, yo prometo cooperar. Dejemos las diferencias y centrémonos en lo que nos hace tan iguales ¿qué acaso no lo ves? Lo somos, como dos gotas de agua. En el corazón, por ejemplo, ese tan enorme que posees y que te hace ser tan desprendido y poner a los demás por encima de ti, ese que te hace luchar en contra de las causas injustas. Al final, yo ya perdí mi existencia no humana, y ahora estoy aquí, compartiendo espacio, tiempo y un mismo apellido revolucionario contigo, ambos somos humanos y eso nos hace tan imperfectos. Aunque lo hayas olvidado, recuerda que una noche fría, prometiste no ser como tu padre, tú no me viste, pero yo estaba ahí.

Déjame ponerme de pie en este campo de batalla hecho de vida, para poder bajar mis armas y alzar mi bandera blanca, yo ya estoy cansada de luchar.

Escribe: Laleska Cuba Fernández.

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